La pluma rasgaba el pergamino a un ritmo constante y ágil, mostrando que la
mano que la empuñaba estaba acostumbrada a escribir. No había otro sonido en la
habitación que el suave crujido que se producía al marcar las letras con la
tinta negra, por lo que lady Oblondra pudo oír perfectamente cómo se acercaban
los pasos hasta la habitación donde se encontraba mucho antes de que la puerta
se abriera.
La madera de la puerta se quejó cuando la empujaron, pero ella no se
molestó en girarse o interrumpir su trabajo. Sabía que sólo dos personas
tendrían la desfachatez de entrar sin pedir permiso: o su criada de confianza
con noticias demasiado importantes, o el único hombre del reino más poderoso
que ella con deseos de ser irrespetuoso.
Si se hubiera tratado de la primera, no hubiese guardado silencio al
entrar, sino que le habría informado entre grititos urgentes y con voz
apremiante. Pero el visitante parecía estar interesado en observarle la
espalda, inclinada levemente sobre la mesa, y el pelo suelto que le había
peinado esa mañana su doncella.
Ella fingió no haber escuchado nada y terminó de escribir su carta. Sin
embargo, cuando iba a cerrarla con lacre, el visitante se acercó y la leyó por
encima de su hombro.
Lady Oblondra apoyó su barbilla en mano, con el codo encima de la mesa,
esperando con los ojos en blanco a que su señor terminara.
-
Sois muy
amable por enviar este mensaje a vuestra prima –dijo el regente, devolviendo la
carta a sus manos, deliberadamente rozando sus dedos contra los de ella- Es una
pena lo de su hijo
-
Sois muy
compasivo –dijo ella, lacrando al fin el pergamino y dejándolo en un rincón de
la mesa- Especialmente cuando el responsable de lo que la aflige sois vos,
Fídias.
El regente le dedicó una sonrisa dolida, deliberadamente falsa. Le tendió
una mano, esperando a que ella la tomara para ayudarla a levantarse. Ella
ignoraba qué era lo que pretendía el joven heredero del reino, pero sabía que
si había ido a buscarla personalmente era porque algún interés concreto tendría
sobre su persona. Aceptó su mano y dejó que la guiara fuera de la habitación.
-
Puede que no
me creas cuando te diga que no me gusta, -dijo él, en un tono tranquilo y hasta
simpático- pero no me gusta.
-
Interpretáis
muy bien el papel contrario –respondió ella obsequiándole con una sonrisa leve-
Cualquiera que hubiera visto vuestro rostro arrestando traidores hubiese jurado
que en él se veía pura satisfacción
-
Me complace
atrapar a las ratas – lord Chrysos apartó una pesada cortina púrpura que
ocultaba un pasillo mientras andaba, sin detener su paso- Pero no me gusta
matarlas.
-
Técnicamente,
no las matáis vos
Fídias se acercó con ella a una de las grandes ventanas abiertas de las que
disponía el castillo y miró al exterior. El gran edificio de piedra gris se
encontraba encima de una gran colina, desde la cual dominaba la ciudad y rompía
con el horizonte.
A esa altura podía ver toda la urbe, marcada aquí y allí por pequeñas
humaredas que salían de las casas que estaban preparando ya la temprana cena.
Quitando la suciedad habitual, la ciudad era bonita. Los edificios estaban
construidos siguiendo un entramado de madera, que formaba un esqueleto en la
fachada cuyos huecos se rellenaban con los más diversos materiales: ladrillos,
piedra natural, adobe o cemento. Debido al clima más bien frío, el color de las
casas se había ido apagando con el tiempo hasta que todas adquirieron cierta
uniformidad cromática, pero sin abandonar los distintos tonos que las
remarcaban entre sí.
Las que mejor se distinguían en la distancia eran las que se encontraban
más cerca del castillo, en la base de la colina. Aquellas, más grandes que las
demás, pertenecían a los nobles que no vivían en el castillo o a los pocos
burgueses que hacían sus negocios en la ciudad. Los siguientes barrios iban
perdiendo en calidad y altura hasta llegar a las murallas de la urbe, donde
habitaban los más pobres.
Apenas podía distinguirse, pero entrecerrando un poco los ojos lady
Oblondra pudo ver el río en la lejanía, rompiendo la ciudad en dos y muriendo
en el puerto. Si bien era una ventaja comercial disponer de esa vía de
navegación, también le daba a la ciudad algunos olores que no resultaban
demasiado agradables en verano.
Miró de de reojo al hijo del rey, procurando no llamar su atención. Había
heredado el cabello y los ojos negros de su madre, así como la mandíbula y
porte fuerte de su padre, haciendo que la mayoría de las nobles del reino
convinieran en afirmar que era un joven atractivo. Ella no negaba tal cosa pero
tampoco la había afirmado nunca, quizás porque le conocía desde hacía tanto
tiempo que le resultaba extraño definirlo como tal.
Se dio cuenta que lord Crhysos se fijaba en el Palacio de Justicia, el
edificio que con su oscura forma indicaba dónde se encontraba la plaza
principal de la ciudad. Ella prefirió no entretener demasiado su mirada en ese
punto para no rememorar instantes que sin lugar a dudas habían sido
desagradables.
-
¿Mi señor, me
habéis obsequiado con vuestra presencia para dar un paseo por el interior del
castillo?- preguntó, impacientándose con la teatralidad de su señor
-
Ojala pudiera
molestaros con cosas tan poco importantes –respondió él, en un tono que a ella
le resulto incómodamente cálido.- Pero pronto sabréis por qué os he ido a
buscar. Sed un poco paciente.
Frunciendo levemente el ceño ella volvió a dirigir su mirada hacia la
ciudad, preguntándose qué debía esperar exactamente. La confianza que
depositaba el futuro rey en ella le resultaba ventajosa en muchos aspectos,
pero a veces se preguntaba a qué se debía.
Por lo general lo atribuía a conocerse desde que eran casi niños, pero
había habido grandes amigos de la infancia que Fídias había condenado sin
pestañear siquiera. Era un hombre previsible en algunos aspectos, pero en
muchos otros, quizás los más peligrosos, tenía un amplio abanico de reacciones
que le hacían imposible de predecir.
Finalmente la mujer vio por el camino un carruaje de madera gruesa, algo
destartalado por el tiempo pero de aspecto firme. Lo reconoció casi al
instante, pues en los últimos meses lo había visto casi a diario moverse por
las calles de la ciudad y a veces por el reino: era uno de los carros que se
utilizaban para transportar presos.
El hijo del rey también lo vio y se alejó de la ventana, aún sujetando la
mano de la mujer.
El castillo era muy grande, pero a pesar de ello, los criados mantenían los
largos pasillos tan limpios como podían estarlo. Cuando fue diseñado nadie fue
consciente del frío que transmitirían sus paredes, por lo que la mayor parte de
las paredes quedaban cubiertas con tapices bordados rememorando grandes eventos
del pasado. Los reyes y héroes de siglos anteriores les observaron con sus
muertos ojos de hilo mientras avanzaban, batallando sin fin en instantes
atrapados que jamás terminarían
Sin embargo, por muchos tapices que se colocaran, Lady Oblondra siempre
notaba la punzada del invierno en su piel. En ese mismo instante llevaba
suficientes capas de ropa como para agobiar a un oso, pero no lograba entrar en
calor.
Recordó que incluso de niña nunca le había gustado estar en el castillo en
esa época del año, pues cuando el sol desaparecía más temprano que nunca y
transformaba las esquinas de los pasadizos en lúgubres rincones, se imaginaba
que en las sombras se escondía cualquier ser inimaginable.
Sin embargo, ahora que recordaba su miedo infantil a aquellos recovecos
sentía una extraña nostalgia. Ojala sus miedos actuales fueran tan sencillos e
inocentes como los de una chiquilla que dedica sus horas de juego a corretear
por los inmutables pasillos de piedra.
Llegaron a la sala del trono, tan grande como el ábside de una catedral
gótica e igual de alto, pero mucho menos luminoso y espiritual. Algo en aquella
sala parecía viciado aunque todas las ventanas estuvieran abiertas y la
corriente de aire hiciera titilar las antorchas, las cuales hacían esfuerzos
por no apagarse.
El trono, situado encima de una plataforma de piedra decorada, permanecía
vacío desde hacía meses. Delante de la gran silla de metal pulido había otra de
menor confección, a la cual se dirigió lord Chrysos y se sentó cómodamente,
soltando al fin la mano de la mujer. Ella permaneció de pie a su lado, como
había permanecido al lado del padre que agonizaba en su real cama.
Las grandes puertas del fondo se abrieron sin especial esplendor, dejando
pasar al capitán de la guardia y a dos soldados, que vestidos con los colores
del reino en sus armaduras, arrastraban un cuerpo demacrado y herido. Los tres
recién llegados más el fardo con aspecto humano avanzaron por la larga sala
hasta llegar a los pies del trono, donde soltaron al prisionero.
Este cayo con un golpe seco y lady Oblondra pudo distinguir un gemido de
dolor seguido de una respiración dificultosa. Su rostro era la más perfecta
expresión de la nada mientras intentaba distinguir de quién se trataba y de por
qué el regente la había traído a ella a esa extraña audiencia.
Lo único que podía distinguir del prisionero era que tenía el pelo lleno de
mugre pero rubio y que llevaba ropas de seda y terciopelo, cosa que la
sorprendió con un regusto amargo. Estaba tan desagradablemente acostumbrada a
ver campesinos y jornaleros en esa situación que a su mente le pareció extraño
ver a alguien con suficiente dinero como para pagarse ropas de buena calidad.
Pero el hijo del rey parecía considerar la igualdad en la justicia como una
virtud a seguir, aunque por otro lado, sólo era así en las aplicaciones
negativas de la misma.
Fídias chasqueó los dedos y uno de los soldados cogió por el pelo al pobre
desgraciado, levantándolo del suelo y obligándole a mirar al futuro monarca. Su
rostro quedó marcado por el dolor y el malestar, así como el miedo, pero en sus
ojos había un brillo de rebeldía muy poco propio de los que habitualmente se
encontraban en una situación similar.
Lady Oblondra lo reconoció y el corazón le dio un vuelco. Llevaba días
temiendo su muerte desde que se atrevió a enfrentarse públicamente a Fídias,
acusándolo ante toda la corte.
-
Bueno Scott ,
me comentan que no has querido atender a razones –empezó a decir su señor, en
un tono tranquilo y que parecía hasta amable- He tenido muchas deferencias
contigo porque estás emparentado con una gran familia, pero si no aportas un
poco, esa simpatía finalizará
La mujer mantuvo la expresión neutra, pero no pudo evitar fruncir el ceño.
El joven que tenía allí delante tenía veinticinco años, un lustro más que ella,
pero siendo su primo sabía que lo consideraban en muchos aspectos algo
infantil, como si nunca hubiera abandonado la adolescencia. Eso se debía quizás
a que era el menor de muchos hermanos, un muchacho que nunca había sido educado
como heredero de nada, pero que se había encontrado siendo el señor de su feudo
cuando la mitad de su familia murió.
A lady Oblondra le inspiraba mucha simpatía. Su primo era considerado un
niño porque muchos buscaban una excusa para no escucharle y desafiar su
autoridad abiertamente, pero ella sabía que él había alimentado un poco esa
idea para que lo subestimaran y poder actuar con mayor libertad.
Pero parecía que ella no era la única que se había dado cuenta de ello.
-
Mi lady,
intentad convencer a vuestro pariente de que entre en razón –dijo Fídias,
mirándola a los ojos fijamente- En otro caso me veré obligado a hacerlo yo.
Ella bajó la plataforma por unas escaleras laterales tan rápido como la
compostura y el vestido se lo permitieron, y se acercó hasta el cuerpo herido
de su primo lanzando una mirada encendida al guardia que aún lo sujetaba por el
pelo. Este lo soltó con un gesto brusco, lanzándolo a sus pies, descargando una
rabia primaria contra él, como si Scott fuera la personificación de todo lo que
el hombre odiaba de la nobleza.
Ella se agacho a su lado, pasándole la mano por el rostro sucio y con
restos de sangre seca. Él parecía estar más en otro mundo que en ese, pero
reconoció una caricia amistosa y pareció reaccionar como si le acabasen de dar
agua clara y fresca en vez del cieno al que seguramente lo habían acostumbrado.
Él abrió los ojos y la reconoció, cosa que le hizo esbozar una sonrisa
leve. A ella le hubiese gustado hablar con libertad, decirle que lamentaba no
haberle podido proteger, que odiaba el verle en el suelo herido y que
intentaría ayudarle. Le hubiese gustado decirle que era valiente, más valiente
que ningún otro, y que intentara resistir un poco más, que no escuchara las
palabras de muerte en las bocas de sus torturadores.
Pero él le guiñó un ojo, quizás porque de un modo u otro, se imaginaba que
ella le diría todo aquello. Y también porque él sabía que ella no podría
expresarlo en voz alta.
Lanzo un suspiro y le tendió un pañuelo bordado que llevaba oculto en un
bolsillo, limpiando con el su rostro tan suavemente como pudo. Después le
tendió el pañuelo y Scott lo guardó en su puño firmemente cerrado, antes de
apartar la vista de ella de nuevo.
Lady Oblondra se levantó, girándose hacia el actual señor del reino.
-
Lamento
deciros que mi primo no va a retractarse de las palabras que dijo acerca de
vos, mí señor- dijo ella, cruzándose de brazos tras la espalda y poniendo un
tono de voz solícito- No necesito hablar con él para saber que es un traidor a
la corona
-
Una lástima.
–respondió lord Chrysos, - tendréis que modificar esa carta vuestra para
decirle a vuestra tía que se ha quedado sin el último de sus herederos. Mi
señora, os pido por favor os retiréis a vuestros aposentos. Llevaremos al antes
conocido como lord Arkauz a una sala que sin duda no es adecuada para una
delicada doncella.
Había algo en su tono de voz, una mota de burla oculta, que hizo que la ira
bien guardada de la mujer se encendiera de pronto como una chispa que cae sobre
un barril de aceite y pólvora.
Pero como siempre hacía, se controló, hizo una reverencia y se retiró de
aquella sala, sin volver la vista atrás para ver como arrastraban a su primo a
las mazmorras del castillo, donde seguramente le infligirían heridas que no
estaba dispuesta a imaginar.
Algún día, se repitió, avanzando de nuevo por los lóbregos pasillos
oscurecidos por una temprana noche invernal.
Algún día.
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