sábado, 21 de junio de 2014

12- Ayla

Lejos, en otro castillo, el fuego crepitaba con saña y fuerza, crugiendo cada pocos minutos como si una criatura hecha de calor rompiera los gruesos troncos a mordiscos. Fuera, el viento silbaba con su melodía habitual como si quisiera comunicarse con todas las criaturas de la noche que tiritaban a su paso. De lejos se oían algunos maullidos de gatos, vuelos de pájaros descontrolados y el incesante ladrido de un perro guardían que veía enemigos en todas las sombras.
Pero no eran esos sonidos los que mantenían despierta a la muchacha.

De hecho, ese ruido nocturno la tranquilizaba. Acostumbrada a él desde hacía ya cierto tiempo, era su pequeño arrullo, su nana rutinaria que empleaba para tranquilizarse a falta de mejores cantos. Ni el viento, ni los aullidos, ni el fuego podían ponerla nerviosa.
Lo único que le causaba autentico temor era el simple sonido de unos pasos acercándose y el sonido de una puerta bien engrasada abriéndose con calma.

Respiró hondo bajo las sábanas de seda y lana, intentando calentar un cuerpo que sufría de un frío que no era físico.  El corazón le iba a un ritmo normal y aún así sentía que le presionaba el pecho, angustiado, sabiendo que tarde o temprano iba a acelerarse como una paloma a punto de ser atrapada por un gran felino hambriento. Notaba una sensación de vacío en el vientre, que al mismo tiempo le quitaba todo el apetito y la sumía en un estado de constante angustia y desazón.

Volvió a respirar hondo, notando que era tan inutil como intentar secarse en medio de una tormenta. No era aire lo que le faltaba a sus pulmones, a pesar que cada pocos minutos debía obligarse a si misma a respirar con profunidad suficiente como para colmar su cuerpo de oxigeno, pues si no se daba cuenta, se dedicaba a inspirar pequeñas y tímidas bocanadas.

No temía por su vida. No, más bien, su vida ya no tenía tanto valor como para temer por ella. La muerte ya no era un esqueleto vestido de negro que pondría sus finas falanges sin carne alrededor de su cuello y se llevaría su alma. Ya no era un ente con guadaña que implicaba el fin de todo el sentir.
Era un fin, de eso no había duda, pero ya no le suponía un problema esa idea.

Lo que temía era la propia esencia del miedo. Se había apoderado de su carne, de sus huesos, de su esencia como un parásito que va adueñándose del cuerpo que habita hasta fundirse en un solo ser. Como una sustancia negra y pegajosa, atrapaba su alma y la asfixiaba.
Quizás por eso necesitaba respirar hondo de vez en cuando.

Lo peor de todo, lo más triste, es que no había actos de valor que pudieran liberarla de esa enfermedad llamada terror. Estaba condenada, porque por muchos actos rebeldes que hiciera, por muchas actuaciones temerarias que llevara a cabo, sentía que jamás podría librarse del miedo, que nunca podría correr tanto, ni tan lejos, como para deshacerse de esa sensación.

¿Era el dolor? ¿Los gritos, las amenazas? ¿La certeza de saber que si la descubría, moriría en la tortura?
No…era la costumbre. La costumbre había dejado que el miedo se apoderara de ella. La costumbre a pensar que no había alternativa. La costumbre a creer que ella estaba enjaulada lo que le había hecho olvidar lo que significaba huir.
El cuerpo puede aguantar cierta cantidad de tensión. Los primeros días había estado aterrorizada, pero pronto el miedo supo acomodarse y ahora sólo le daba la dosis de temor adecuada para agotarla. Al principio había sentido deseos de rebelarse, de tomar cartas, de evitar que las cosas fueran como son, pero luego…
Luego vino la costumbre.  Y contra ella ya no supo cómo luchar.
El corazón latió violentamente contra su pecho, tan fuerte que casi imaginó que las costillas no podrían retenerlo dentro de su cuerpo. Atrapó las sábanas con fuerza, hasta notar que las uñas podrían haberlas desgarrado si hubiese tenido el valor de mover los brazos medio milímetro. 
Oía los pasos acercándose.
Y pocos segundos después, la puerta bien engrasada abriéndose con calma.

Cerró los ojos, procurando que pareciera que seguía dormida. Su mente más racional le decía que era una estupidez, pues ningún cuerpo que descansa se encuentra jamás tan rígido y quieto, ni tiene una respiración tan desacompasada, ni siquiera teniendo una pesadilla de las que te persiguen tras despertar. Pero en aquellos instantes que se le hicieron eternos, sólo se le ocurrió fingir sueño, pues no deseaba ver como él se paseaba por la habitación.

-          Buenas noches, Ayla –comentó él, sin que ella supiera qué estaba haciendo- Hoy he llegado un poco más pronto que de costumbre

Le llegó el tintineo del broche de la capa cayendo al suelo y la ropa de tela excesivamente cara crujiendo con suavidad. De tantas veces que había escuchado ese sonido, ya podía diferenciarlo de cualquier otro.

-          Buenas noches- dijo ella, en un tono tranquilo

Las palabras le sabían a ceniza y el vacío en su estomago acrecentaba con cada palabra, pero ella sabía que a ojos de cualquiera que la escuchara, parecería sosegada y en calma.
A ojos de cualquiera, excepto de él.

-          ¿Has tenido un buen día? –comentó el hombre, quitándose en un pequeño esfuerzo las botas de cuero de calidad de caña alta y dejándolas de cualquier manera por el suelo
-          Si
-          Entonces ha sido mejor que el mío, sin duda –continuó él, deshaciéndose poco a poco del chaleco bordado

Ayla tragó la saliva que se había acumulado en su boca, pues cuando él se encontraba en la habitación, le resultaba difícil acordarse de moverse incluso para respirar.

-          ¿Qué os aflige, mi señor?
-          Lo mismo que ayer, chica – él se levantó para quitarse el cinturón, pero a diferencia del resto de su ropa, no lo dejó por el suelo sino en la mesilla de noche que tenía al lado
-          -¿Os…?-Ayla respiró hondo, de nuevo- ¿os siguen sin llegar informes de los rebeles?
-          Así es –se sirvió un poco del vino que los sirvientes habían dejado convenientemente en una jarra, pero no llenó demasiado la delicada copa de cristal- Parece que se han esfumado de la faz de la tierra. Y lord Arkauz con ellos.
-          Lo lamento mi señor
-          Más lo lamento yo, chica –se tomó el contenido de la copa de un trago y volvió a servirse, con la misma tranquilidad que marcaba todos sus gestos- Más lo lamento yo

Nunca le veía con otra expresión en los ojos que la que siempre tenía en el rostro. Su mirada siempre era serena, como si aquellos ojos negros no pudieran transmitir otra cosa que tranquilidad. Pero algunas veces, ella había podido atisbar…había podido ver…

-          Al fin y al cabo, sólo es una cuestión de tiempo

Ayla dio un respingo cuando le escuchó hablar, porque durante unos breves instantes había dejado que su agotada mente divagara lo suficiente como para distraerse. Se sintió, de pronto, muy desprotegida, aunque no supo decir la razón.

-          Sí, mi señor- dijo ella, aunque su voz ya no sonaba tan tranquila

El hombre sonrió y su mirada de ojos negros se clavó en ella. No había nada ni en su expresión ni en su media sonrisa que le llevara a pensar en nada que pudiera ponerla nerviosa, y sin embargo, tenía severos problemas para disimular las intensas ganas de temblar que tenía.
Ella sabía muy bien por qué. Pero también sabía que si dejaba que su mente pensara en ello se hundiría irremediablemente en el miedo y sería mucho peor.
La costumbre, por lo menos, había hecho que pudiera prever como iba a reaccionar.

-          Perdóname, Ayla –dijo él, manteniendo esa media sonrisa que, a todas luces, era sincera – He interrumpido tu descanso y pretendo que estés atenta. Soy muy desconsiderado.

Se sentó a su lado de la cama, dejando la copa de cristal delicado en el suelo, como si no le importase la posibilidad que pudiera romperse algo tan caro y frágil con un solo gesto. A Ayla le pareció una metáfora adecuada, pero no dejó que su mente divagara demasiado por ese sendero.

-          Tendré que compensarte por escucharme a altas horas de la noche a pesar del sueño que seguramente tienes –dijo él, en un tono cariñoso y familiar.

Y con un solo gesto, pasó su mano derecha por la nuca de la muchacha y la besó en la frente, suavemente.
Ayla sintió como el corazón bombeó tanta adrenalina de golpe que perdió el control de su cuerpo y no pudo evitar el escalofrío que hizo que todo su cuerpo temblara.
Si él lo notó o le molestó, no pareció demostrarlo.

La mano que sujetaba firmemente su nuca era cuidadosa, sin apretar demasiado pero sin dejar que el peso del cuerpo de Ayla le hiciera temblar un solo instante. Sus labios fueron bajando por su frente con cuidadosos besos por el costado de su cara, besando sus pómulos, sus mejillas, y finalmente su boca.
Al principio, meramente posó los labios contra los de ella, pero poco a poco, con un tacto propio de quien está pintando una fina línea con un pequeño pincel, su lengua fue acariciando la comisura hasta que ella abrió su boca.

La mano de la nuca estrechó con un poco más de fuerza, hundiendo los dedos en el pelo con un masaje suave que hizo que la piel de Ayla se pudiera de gallina. Ella mantenía los ojos cerrados, sin moverse, salvo para aquellos gestos que no podía evitar hacer, como acomodarse en la cama o mover la lengua ante la invasión de su boca.
De pronto, notó como la otra mano del hombre acariciaba su cuello, atrapándolo como si fuera a asfixiarla, y se tensó. Pero el gesto siguió siendo delicado, cuidadoso, y se limitó a mover de arriba abajo los dedos para toquetear la fina superficie de su piel.
Poco a poco, con exagerada lentitud, la mano fue bajando hasta el escote de su camisón de lino, una pieza de ropa más cara que todas las pertenencias que Ayla jamás hubiera poseído. Y poco a poco, sin detener el beso posesivo, fue desabrochando los botones que mantenían la pieza unida por delante.

Pronto notó como la ropa ya no se mantenía sujeta al cuerpo y se deslizaba por sus hombros, cubriendo únicamente sus piernas. Tiempo atrás, las primeras noches, había sentido vergüenza e incomodidad ante la desnudez, pero ahora le parecía absurdo temer eso cuando había terrores mucho más intensos.

La mano del hombre se deslizó por su escote, sin llegar a tocar los pechos que ahora habían quedado al descubierto, a pesar que cualquier otro varón no hubiese perdido un segundo antes de atrapar con sus manos los senos generosos de la muchacha. Se dedicó a pasar la punta del dedo por el cuerpo desnudo, resiguiendo sus formas como si fuera etérea y debiera ser dibujada en la realidad.

Ella se dejaba hacer, sin oponer resistencia, sin lanzar un solo quejido por su boca. De vez en cuando sentía un escalofrío o respiraba fuerte por la nariz en un gesto que cualquiera pudiera haber confundido con placer. Y no es que su cuerpo no gustara de ser acariciado, era que su mente no podía permitirse dejar de temer.
Sabía que el error que había cometido los primeros días había sido precisamente ese, dejar que su mente creyera que todo se limitaba a…

La mano que recorría su cuerpo siguió moviéndose, aunque ya se había vuelto mucho más atrevida. Cogió la mano derecha de Ayla, que como un peso muerto se dejó atrapar, y la posó en su entrepierna, que hacía ya rato que daba muestras de estar despertándose. Ella notaba el calor emanando a través de los pantalones que él aún no se había quitado, y dejó que sus dedos se posaran encima, sin apartarlos ni moverlos un ápice. Intentó que la tensión no se notara, ni siquiera en eso. 

Dejó de sujetarla por la nuca y la tumbó en la cama con cuidado, impidiendo en todo momento que el pelo se quedara enredado entre sus dedos y pudiera lastimarla. Apartó al fin los labios de los de la chica, pero únicamente para dirigirlos a su cuello para mordisquearlo con picaresca, sin llegar siquiera a hundir levemente los dientes. Respiró hondo, como si quisiera oler profundamente el olor almizcleño del sudor de la chica y lanzó una bocanada de aire cálido sobre la piel de ella, cosa que le produjo de nuevo un escalofrío.

Ella empezó a relajarse, pero muy levemente. Su cuerpo empezaba a abandonarse, pero su mente seguía en la constante tensión a la que se había…acostumbrado.
Quizás podía llegar a vencer el miedo…quizás la costumbre era algo que podía terminar derrotando…
Al fin y al cabo, no le estaba haciendo nada.

Él dejó de mordisquear el cuello para bajar por su escote, besando al fin aquellos pechos que habían quedado al descubierto hacía ya un rato. Jóvenes y turgentes, en el pueblo en el que Ayla había nacido y crecido se había hecho popular entre los chicos por los dones que la naturaleza le había dado. Y recordaba como Víctor se los acarició por encima de la ropa la primera vez que dejaron de tontear y empezaron a reconocer que entre ambos había algo más.
El hombre que ahora se los besaba parecía compartir la opinión de los demás en la cuestión de afirmar que aquella parte en concreto del cuerpo de la muchacha era sin duda tentadora, pues se recreaba en ellos como si no quisiera abandonarlos. La lengua que antes había acariciado la boca de Ayla con pasión tranquila, ahora lamía y daba vuelvas por aquella piel suave y tersa, mientras su mano izquierda jugueteaba con el pezón del pecho que estaba libre.

Ayla no tardo en descubrir que la mano derecha no estaba ociosa, pues en seguida sintió como apartaba la tela de lino que aún cubría sus muslos, subiéndosela hasta la cintura. No sentía vergüenza, y su cuerpo empezaba a sentir coletazos de placer, pero su mente ahora se hallaba confundida.

No podía hacer muchos pensamientos racionales en el estado en el que se encontraba, y sin embargo, si podía sentir como la masa viscosa del miedo que atenazaba su cuerpo parecía ahora… ¿Qué se había ido? Sabía que no, sabía que estaba ahí, pero…pero ya no sentía ese vacío en el estomago.
Era como si su cuerpo hubiese esperado desesperadamente encontrar un clavo ardiendo al que aferrarse, una soga sobre la que aguantar en una mar embravecida a pesar del hecho de saber que un pequeño trozo de cuerda no iba a salvarla de las olas.
Le parecía estúpido pensar que el miedo se había dio. Y sin embargo, ya no sentía desasosiego.

Todas las otras noches él había entrado y se había limitado a desnudarla y golpearla, una y otra vez. La primera noche, ella se había defendido y había sido mucho peor.
La segunda, le había contestado mordazmente y le había dejado el labio hinchado. La tercera, la cuarta y la quinta noche, la golpeó cuando ella no hizo exactamente lo que él le pidió que hiciera.
Y durante una semana, se había limitado a dormir a su lado, sin decir ni hacerle nada, como si ella fuera parte de los muebles.

Y ahora, esa noche, la estaba tocando con un cuidado impropio. Quizás al fin él había comprendido que ella no sabía nada y se limitaría a tenerla de entretenimiento.
Eso podía tolerarlo.

La mano acarició la parte interior de los muslos y se deslizó hacia arriba, hasta tocar con la punta de los dedos la intimidad de Ayla. Ella se estremeció.
Desde que la habían hecho prisionera le habían arrancado la ropa infinidad de veces, la habían manoseado y él la había golpeado, pero hasta la fecha, y por alguna razón que no terminaba de entender, no la había forzado.

-          Eres una muchacha muy bonita, chica…-susurró él, apartando por un momento la boca de su pecho, para volver a besarlo un instante después

Y ella no comprendía, no entendía, y no estaba segura de querer hacerlo. Recordó el primer día que se vio ante él.
Estaba maniatada junto a los demás prisioneros. A su lado estaba Dhaos, con el ojo morado y el brazo colgado inservible, atravesado por lo que parecía un trozo de flecha. Guillem le susurró que todo iría bien, que los encerrarían en una celda pero que conseguirían escapar gracias a los que habían conseguido huir.
Y entones él, montado en su caballo con una sonrisa de suficiencia, se paseó delante de los prisioneros y fue haciendo gestos a los guardias.
Dependiendo del gesto que hiciera, a algunos los llevaban a un lado, a otros los degollaban. Cuando la vio a ella, hizo un gesto distinto y dos oficiales la levantaron y la cargaron en el caballo, delante de él, como una doncella recién rescatada.
Salvo por el detalle de seguir maniatada.

La mano atrevida que toqueteaba su cuerpo siguió acariciando con una delicadeza que ella no hubiese creído capaz en el mismo hombre que hasta hacía poco la había golpeado casi por capricho. Sentía un fuerte deseo de sentir esperanza, de creer que ya no había necesidad de tener miedo y que la preocupación ya podía desaparecer.
Y se sentía tan ingenua por ansiar aquello…
Pero llevaba tantos días en tensión, tantas noches durmiendo con los ojos entreabiertos, sintiendo escalofríos ante cualquier movimiento de aquel hombre. Llevaba tantos días con la mente obnubilada por los nervios, con los pensamientos centrados en una búsqueda imposible de seguridad….vencida por la costumbre…
Que le resultaba demasiado tentador no ceder a la idea de verse por fin en una situación con la que podía lidiar.

No le daba miedo ser forzada, ni que la sometieran en la cama. Al fin y al cabo, dejarse hacer ante los bajos instintos por supervivencia no era para ella una humillación. Era mucho mejor eso, que una costilla rota, un labio partido o un ojo morado.
Y además, debía reconocer que por ahora, la estaba tratando bien.
Sólo tenía que alejar de su mente cualquier pensamiento relacionado con Víctor y bastaría para transformar la situación en soportable.

El dedo que jugueteaba con su cuerpo se hundió entre los suaves pliegues de carne y ella reprimió un respingo. No le dolió, pues la mano del hombre se movía con el cuidado de quien sabe qué está haciendo, pero la sorpresa del tacto le hizo tensarse unos breves instantes antes de obligarse a sí misma a relajarse.
Qué distinto sentía el cuerpo ahora de cuando le besaba Víctor. No resultaba poco placentero, cierto, pero era obligar al cuerpo a reaccionar a un estímulo que tarde o temprano iba a dar sus frutos, no era entregarse al deseo que la mente ansiaba liberar. Se dejaba hacer, era un ser pasivo que nada tenía que ver con la muchacha que graciosamente jugueteaba con su amado, encendida y decidida.
Pero no iba a cometer el error de despreciar aquel trato por parte del que hasta ahora, había sido fuente de miedo. Relajaría el cuerpo, se dejaría hacer, se estremecería, o fingiría hacerlo y procuraría demostrar placer si eso le evitaba ser golpeada.

Y ante todo, se recordó, no debía sentirse miserable por ello. Pero también se dio cuenta de que su mente le repetía con demasiada insistencia ese hecho, como si en el fondo, estuviera intentando convencerse de algo que realmente no creía cierto.

Los labios del hombre parecieron cansarse de sus pechos y los dejaron abandonados, deslizando la humedecida boca por el cuerpo de la muchacha, pasando por el estomago. La mano que no estaba jugando con su interior toqueteó sus costillas, una a una, como si él nunca hubiera sido partícipe de haberlas lesionado. Esa misma mano fue bajando hasta sus piernas, donde se unió a su hermana derecha para explorar la intimidad de la joven.

El hombre deslizó los labios hasta el bajo vientre de la chica, abandonando sus manos la labor que estaban llevando a cabo para separarle las piernas y dejarla expuesta.
Y ella se dejaba hacer, a la espera. Sentía un nudo en la garganta, que por otro lado, llevaba en su nuez desde que el hombre había llegado a la habitación. Tenía la boca seca y la lengua parecía hecha de esparto, pero notaba indudablemente que otras partes de su cuerpo no experimentaban la misma sensación de aridez.

Quizás el hombre simplemente había querido tenerla sometida. Quizás gustaba de tener una prisionera, una rebelde a la que humillar y hacer suya, en un instinto posesivo que Ayla creía bastante propio del género masculino. O quizás sentía un especial placer al doblegar un alma a base de dolor para después regalarle placer.
Pero poco importaba, al fin y al cabo. Si para sobrevivir debía someterse, lo haría. Si para seguir respirando sin notar el dolor de una costilla apretando rota un pulmón, debía ceder a la humillación, lo haría.
Lo que no sabía, y no quería saber, era si su deseo por seguir viviendo era fruto de la voluntad, o del miedo.

La lengua del hombre presionó con suavidad pero firmeza la sonrosada piel de la intimidad de la muchacha y ella ahogó un suspiro. No sentía el cuerpo palpitar de pasión, ni la mente perdida por la niebla del deseo, pero si notaba como ese hombre iba hundiéndola en una lenta vorágine de placer físico. Si tuviera que haberlo descrito con una metáfora para una mente sensible, hubiese dicho que era como una sonrisa que no llegaba a los ojos.
La sinhueso del hombre empezó a moverse más rápido de un modo súbito, pero Ayla ya no dejó atraparse por la sorpresa. Se limitó a dejarse hacer, lanzando pequeños suspiros cada vez que la punta de la lengua conseguía rozar la zona adecuada de placer, moviendo levemente las caderas en un gesto casi instintivo cuando no.

Las manos del hombre acariciaban la parte interior de los muslos, con suavidad, como si estuviera andando por un campo de trigo con las manos extendidas y deseara que las espigas cosquillearan sus dedos. Pero pronto estos volvieron a demostrar un atrevimiento pícaro que Ayla sólo le había permitido a un hombre en su vida, y que sin lugar a dudas no era el que ahora introducía las falanges con cuidado dentro de su cuerpo.

Sentía placer, y no quería pensar en ello. Por la noche, cuando se despertara antes de que saliera el sol, se enfrentaría a los recuerdos y decidiría si sentirse cobarde, miserable o satisfecha de haberse adaptado. Pero ahora no podía centrar su agotada mente en más pensamientos, no quería…no quería pensar más, no quería atisbar más posibilidades, no deseaba seguir temblando y encogiendo su cuerpo.
Era como si el placer fuera un bálsamo, que si bien no la curaba, por lo menos le aliviaba la angustia.

El toqueteo se prolongó por largos minutos, hasta que la sangre del cuerpo de Ayla empezó a bombear con fuerza. Notaba su intimidad húmeda y sabía que no se debía únicamente a la lengua del hombre, pero ahora también notaba como un leve cosquilleo que avanzaba con cada latido de su corazón iba poseyendo su bajo vientre con un calor que se contraía y expandía.
Él pareció ser consciente de ello, porque movió más rápido sus dedos y lengua. A Ayla le pareció oír una especie de carcajada cómplice, pero no estaba segura de si la había escuchado en verdad o era fruto de una imaginación cansada por el miedo.
En cualquier caso, ese sonido le incomodó, aunque lo olvidó con bastante rapidez cuando él hundió más los índices en su carne y acarició su interior con la firmeza que caracteriza a un amante que tiene el valor de la experiencia.

Ella ahora gemía sin necesidad de fingir y por primera vez en varios días sentía que le faltaba el aire por una razón lógica, que necesitaba respirar hondo porque realmente sus pulmones buscaban ventilar mejor un cuerpo presa de gran actividad.
Disfrutó más de esa sensación, que del placer que le estaban dando más allá de su cintura, pues verse liberada del peso en su diafragma le permitió imaginarse durante unos instantes que todo iba a estar bien.

La culminación llegó casi por peso lógico, como si fuera evidente que tarde o temprano ella tuviera que alcanzar el clímax agarrando las sábanas con fuerza y a partir de ese instante, toda la angustia volviera a aposentarse poco a poco en el cuerpo sudoroso y víctima de los últimos coletazos del placer.

Pero para el hombre aquello no había sido suficiente, pues al fin y al cabo, él sólo había obtenido un goce altruista en todo aquel encuentro.
Se irguió en la cama, pasándose una mano por la boca para limpiarla en un gesto un tanto soez. Pero el momento de la elegancia había desaparecido hacía ya tanto, que hasta ese movimiento tuvo cierto grado de morbosa picardía.

Se desabrochó los pantalones y se deshizo de ellos, pero Ayla apartó la mirada en un pudoroso aspaviento que ni ella misma comprendió muy bien. Hacía ya tiempo que la muchacha había abandonado los campos de la inocencia, y si bien sólo se había adentrado por el camino de la experiencia, no resultaba propio en ella alejar sus ojos del cuerpo masculino.
Y sin embargo, no deseaba verlo. No por vergüenza o temor, sino por….porque por lo menos, deseaba tener control sobre sus miradas.
Si no podía poseer su propio cuerpo, ni su destino, ni su vida, elegiría las imágenes que su mente recordaría.
Y sólo deseaba tener en su mente el cuerpo del amante que realmente ella deseaba.

Notó como entraba dentro de ella y soltó un suspiro. Fue gentil con ella y por ello cuando el cuerpo del hombre se junto sobre el suyo tuvo que reconocer que sintió una nueva oleada de fruición. Pero de nuevo, su cuerpo reaccionaba por obligación, sin que su mente quisiera colaborar en ello, y todo el placer que pudiera sentir quedaba limitado y enmarcado por la cárcel de la carne.

El hombre volvió a apoderarse de sus pechos mientras se movía al ritmo de su propio placer, estrechando sus dedos alrededor de la carne con pasión controlada. Parecía que nunca pudiera perder el control de su propio cuerpo y que jamás permitía que la fogosidad le desbordara. No dejaba de ser una virtud, pero Ayla tenía la sensación de que había algo que se le escapaba, una información que se diluía en su mente como agua entre sus dedos.

Las manos de su forzado pero generoso amante masajearon sus pechos, pero pronto pareció cansarse y se dirigieron hasta los hombros de la rebelde.
Él empezó a moverse más rápido, como si empezara a perder la paciencia y ya sólo buscara encontrar su propio placer, cosa que ella agradeció.
Si bien le resultaba agradable todo aquello, no dejaba de sentir que quería que terminase cuanto antes.

No tuvo que esperar demasiado. Él estrechó con fuerza los hombros de Ayla, ahogó un leve gruñido y se estrechó contra su cuerpo antes de detenerse poco a poco y lanzar su respiración agitada sobre el rostro de ella.

Ayla mantenía los ojos cerrados y así deseaba dejarlos. Imaginaba que cuando recuperara el resuello, él se apartaría a un lado en la cama y dormiría, dejándola sola con sus pensamientos y sus agitados sueños. Quizás, con un poco de suerte, podría limpiarse sin hacer ruido, aunque la idea en si misma le pareció en exceso arriesgada.

Pero él no se apartó ni de dentro ni de encima suyo. De pronto, las manos que se apoyaban en sus hombros se deslizaron suavemente hasta su cuello, acariciándoselo con un gesto de extraño cariño.
Ayla pensó que quizás él quería más, o que le apetecía remolonear bajo una falsa pretensión de aprecio después del acto amoroso. Pero por alguna razón, su corazón empezó a latir con la misma furia con la que se había apoderado al oír cómo se abría la puerta.

Pronto entendió lo que su instinto intentaba advertirle, pero demasiado tarde.
Aunque tampoco hubiese estado en posición de evitar gran cosa.

Las manos que antes la habían acariciado con tanto cariño de pronto atraparon su cuello y empezaron a apretar. Primero fue sólo una leve molestia, pero pronto obligó a la muchacha a abrir los ojos y a coger de las muñecas al hombre en un intento infructuoso de apartarle. Empezó a escuchar el latido de su corazón como si lo tuviera al costado de su oreja y notaba como la sangre bombeada se agolpaba en su cabeza mientras ella intentaba desesperadamente moverse en busca de aire.

Él la miraba con suficiencia.

-          Dime chica, ¿a quién le envías mensajes? – dijo Lord Crhysos, en un tono tranquilo a pesar que se notaba el esfuerzo que estaba haciendo por ahogarla

Ayla abrió los ojos con terror sin poder evitarlo y se movió con mayor desesperación mientras sentía como los dedos aún humedecidos que le habían dado placer ahora impedían que por la tráquea pasara aire.

Ni siquiera podía atreverse a negarlo. El brillo que distinguió en aquellos ojos negros le indicó que de nada serviría, que no podía convencerle de lo contrario. Y ella no tenía fuerzas para mentir.
Había intentado que él no se diera cuenta aún cuando dormían en la misma habitación. Recordó como el segundo día de aguantar los golpes, vino una criada a ayudarla por orden del Lord. Y esa misma criada le dijo que servía a Lady Oblondra, que cada dos días podría darle un mensaje a su señora.
Y que ella se lo pasaría a los compañeros que habían sobrevivido. A Víctor.
Había intentado ser prudente, había pasado informaciones que él había dejado entre caer siempre vigilando de no contar algo que pudiera incriminarla. Había leído algunas de las cartas que había en su habitación fomentando la idea de ser una analfabeta, con el corazón en el puño. Había escuchado por la puerta entreabierta algunas conversaciones producidas a altas horas de la noche, en reuniones de emergencia, fingiendo dormir tranquilamente en la cama.

Pero no había sido suficientemente cuidadosa. Lo leía en el brillo de sus ojos.
Lord Crhysos apretó con más fuerza.

-          Oh, perdona, ¿no puedes hablar? –dijo él, apretando con más fuerza y haciendo que de la garganta de Ayla saliera un gemido gutural y desesperado- Hablaré yo por ti.

De pronto soltó las manos, permitiendo que la muchacha cogiera aire con tal violencia que tuvo un absceso de tos. Ella intentó moverse, pero su cuerpo se había debilitado demasiado por la falta de aire y se sentía mareada y lenta. Notaba sus músculos pesados, inútiles, a pesar que la mente gritaba con todas sus fuerzas y suplicaba poder huir.

Fídias cogió el cinturón que había dejado en la mesilla de noche y con él ató las manos de Ayla a la cabecera de la cama. Ella intentó resistirse, pero se sentía como si estuviera dando manotazos a una pared de granito. La desesperación, el miedo, la angustia y el terror se apoderaron de ella de nuevo al mismo tiempo y a tal velocidad que su cabeza se vio saturada, incapacitada para pensar.
Notaba como las lagrimas caían de sus ojos y ni siquiera recordaba haber empezado a llorar, como tampoco fue consciente de cuándo había empezado a temblar.

-          Nadie sabía dónde estaba la puta marina, nadie –dijo él en un tono que pretendía ser tranquilo, pero que destilaba una rabia mal escondida- Me guardé muy bien de decírselo a nadie.

Aún seguía dentro de ella y parecía que estuviera aún más excitado que cuando la había tratado con cariño. El contraste del recuerdo le hizo sentir náuseas y tiró con más fuerza del cinturón con la pueril esperanza de soltarse.
Soltarse… ¿para ir a donde? ¿Para huir a donde?
La desesperanza empezó a hundirla en un pozo sin fondo mientras veía como él rebuscaba en la mesilla de noche un objeto que no lograba ver.

-          Ni siquiera los guardias que la vigilaban sabían que se trataba de ella – continuó lord Crhysos, encontrando el objeto que buscaba al fin- Pero de pronto, en un gesto mágico y heroico, su hermano, la cucaracha asquerosa que era su hermano, la rescata junto a un grupo de rebeldes que todos creían muertos.

Ayla vio un brillo en la mano del regente y supo que en su mano tenía la daga que habitualmente tenía guardada en una de las cómodas que había en la habitación. El recuerdo de los golpes que había recibido en el pasado palideció en comparación con lo que imaginó que podría hacerle.

-          Y-yo no…-susurró ella, con la voz irritada por el ahogamiento
-          Cállate- respondió el regente, sin alzar la voz, golpeándole el rostro con el dorso de la mano

La rebelde notó el metálico sabor de la sangre en su boca y un dolor ya conocido en el labio que se le había partido. El cuerpo recordó la frustración y la impotencia de verse torturado sin poder hacer nada y no pudo reprimir un temblor violento.

-          Mientras miraba los restos del cuerpo del hermano que le había dado de comer a mis perros, pensé para mi… ¿Cómo es posible que supieran que Lyra Belacqua estaba en esa celda?

El regente empujó su cuerpo contra el de Ayla con violencia inusitada, poseyéndola con una brutalidad que hubiese parecido imposible en el amante que la había toqueteado minutos antes. A ella le incomodó más que dolió, pero tuvo la certeza que él se aseguraría de proporcionarle más sufrimiento que ese.

-          Ah…entonces me acordé –dijo él, acercando la punta de la daga al rostro de la rebelde- Me acordé de haber dicho un breve comentario contigo, una frase sin importancia que era del todo inocente hasta que cayó en tus oídos….¿te acuerdas de cuál es, chica?

Ayla supo al instante a qué se refería y cerró los ojos, notando como desbordaban las lágrimas de ellos. Claro que lo sabía. Y no podía fingir que no. No podía. Sería mucho peor.

-          Te he hecho una pregunta, chica
-          S-si…
-          ¿Cuál es, pues? –dijo el regente, pasando la afilada daga por la mejilla de Ayla, causándole un levísimo corte que empezó a sangrar sutilmente- Repite la frase
-          Dijisteis…dijisteis que…-el corazón se le iba a salir del pecho y por un momento la muchacha creyó que iba a perder el sentido. Sabía que tan pronto como repitiera la frase, empezaría el dolor, la tortura. El lord querría saber a quién se lo había contado. Y ella no sabía si podría resistir. Estaba muerta de miedo- Dijisteis…qu-que…
-          ¿Si, chica? No tengo todo el tiempo del mundo –apretó un poco más la daga en su mejilla, como un leve aviso de lo que pronto encontraría
-          …Dijisteis que encerraríais a Lord Arkauz en el mismo agujero infecto que la mujer pirata
-          Exacto. Buena chica.

Volvió a embestir, esta vez con mayor fuerza, y Ayla soltó un leve grito. Le notaba excitado, pero ya no tenía ese autocontrol que le permitía ser un meticuloso amante que podía evitar que se desbordaran sus pasiones antes de dar placer a la mujer.
Ahora le veía desmedido, desatado y sin freno. Ni siquiera mientras la golpeó por vez primera lo había notado así.

-          Y casi todos en el reino sabían a qué cárcel iba a ir el imbécil de Arkauz. ¿Entiendes por qué pudieron tomarme el pelo ante todos mis súbditos, chica? ¿Lo fácil que les resultó?- Apretó un poco más la punta de la daga en la mejilla de Ayla, esta vez haciéndole verdaderamente daño, hasta que la muchacha notó como empezaba a perforar la carne. Empezó a gemir de dolor y a revolverse, pero el lord no le permitía huir siquiera de eso- Espero que valiera la pena, chica, porque ya sabes cuál va a ser el precio que vas a pagar

Y apretó la daga, que cruzó carne y abrió una herida en medio de su mejilla. Ayla gritó y se debatió, hundiéndose en el miedo y en el deseo de escapar del dolor. Era como si hasta ese instante hubiera guardado todo el terror en una bolsa y ahora hubiese estallado en cuanto la daga la atravesó.   
El hombre siguió moviéndose dentro de ella, como si le gustara sentir como se retorcía buscando que le quitara el metal de su rostro.

Al cabo de unos minutos, apartó la daga, pero no la alejó demasiado.

-          A quien le has enviado el mensaje. –dijo él, en un tono tan firme y helado que podría perfectamente haber congelado un fuego.

Ayla sentía la sangre deslizándose por su mejilla, el cuello palpitando de dolor y su bajo vientre cada vez más irritado a medida que el lord iba moviéndose de vez en cuando y esas tres sensaciones al mismo tiempo hicieron que estuviera a punto de abrir la boca y decir todo cuanto lord Crhysos deseaba escuchar. Le hubiese dicho hasta el tamaño de los pechos de su madre si así hubiera dejado de sufrir.

Pero su lengua se negó a moverse y su mente fue incapaz de juntar las palabras y soltarlas. No podía…No podía.
Mantener el silencio era lo único que estaba impidiendo que se hundiera definitivamente en la desesperanza más pura. Si hablaba, si confesaba, todo cuanto estaba padeciendo, todo cuanto le estaba pasando sería…inútil.
Todo habría sido absurdo.

El dolor, el miedo, las lágrimas…un esfuerzo que quedaría olvidado. Ella se habría dejado humillar para nada, habría aceptado vender su dignidad sobre su orgullo gratuitamente, y lo peor, es que no tendría ni una sola razón por la cual poder verse ante un espejo y decir “hiciste lo que fue necesario”.

Cerró los labios con firmeza.

Lord Crhysos sonrió.

-          No te preocupes, chica. Para esto si tengo todo el tiempo del mundo.


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