El viento silbaba fuerte, cruzando entre los altos
tallos de los juncos, causando sonidos que inquietarían a cualquier hombre
solitario que se paseara por ahí. Hacía frío, pero el ambiente era húmedo y
pesado, cómo si una nube densa se hubiera caído al suelo pero no tuviera la
fuerza suficiente como para transformarse en niebla.
Avanzó. Tenía los pies embarrados en el fango
verdoso y llevaba tantos días sin descanso que levantar las piernas le producía
un dolor punzante en todos los músculos que rodeaban la rodilla. Pero no podía
pararse, porque sabía que en cuanto lo hiciera, le sería imposible volver a
levantarse.
Se agarraba firmemente la capa contra sus hombros,
pues intentaba que el frío no terminase de colarse en sus huesos, aunque tal
empresa resultaba un tanto inútil al tener la cintura para abajo húmeda y
helada.
Por lo menos la ropa y el barro impedían que se lo
comieran los mosquitos, aunque de vez en cuando tenía que mover su mano
alrededor de su rostro para asustar a algún molesto parásito volador.
No sabía cuantos días llevaba andando, pero no le
suponía ningún consuelo saberlo. Por mucha distancia temporal que pusiera entre
él y de lo que se alejaba, en sus recuerdos siempre estaría grabado a fuego los
últimos instantes del grupo en el que llegó a sentirse como en casa.
Era un hombre que nunca se había sentido demasiado
apegado a ninguna entidad, a ningún reino o a ningún clan. Pero Rhivarian le
había dado más de lo que había esperado y su lealtad se había forjado junto al
destino de los rebeldes.
Sin embargo, en los últimos tiempos había
habido...extrañas situaciones en el grupo.
Apartando un grupo de juntos con dificultad que
entorpecía su camino, el hombre siguió con su pesaroso avance mientras el sol
empezaba a esconderse entre las colinas a lo lejos.
Entre Dhaos y Siete había surgido una especie de
tensión propia de aquellos que soportan el liderazgo de una minoría con futuro
incierto. Habían ganado todas las batallas que se habían propuesto, pero
ninguna de esas victorias les había acercado más a su objetivo.
Y cada día era más difícil esconderse. Y cada día
eran menos.
Los hombres morían o desertaban, cansados de vivir
alejados de sus familias y sus amigos, malviviendo escondidos en cuevas y
chozas, comiendo lo que conseguían cazar una vez alguien hubiera sido capaz de
cocinarlo. Y los que llegaban nuevos eran demasiado jóvenes como para suponer
un buen relevo.
Irónicamente, los que volvieron a sus hogares
fueron los primeros en morir cuando el regente empezó la purga.
El hombre entrecerró los ojos, consciente de que la
luz desaparecía por el horizonte y que no había lugar más peligroso en el mundo
que un pantano bajo el amparo de una noche sin estrellas. Intentó agilizar su
paso, aunque ello supusiera resistir las quejas de sus piernas.
De pronto, como un rayo de esperanza, una luz se
encendió en la distancia.
Bajo el desagradable sonido de “sploch sploch” que
hacían sus botas al chocar contra el agua estancada, el hombre se marcó un
ritmo más veloz de lo que hubiese esperado. La posibilidad de encontrar ayuda
en aquellos paramos le daba fuerzas para no desfallecer a pesar de no haber
probado un bocado decente en más de tres días. Su estómago parecía retorcerse
sobre sí mismo en busca de algo que digerir, pero sólo ahora que existía la
opción de encontrarse ante un puchero, el desesperado rebelde era capaz de
sentir cuán hambriento estaba.
La forma de una casa sencilla de madera se fue
marcando a lo lejos, iluminada por el fuego que en su interior debía estar
calentando a los inquilinos. Notando como le flaqueaban las rodillas, consiguió
cerrar la distancia entre él y la pequeña estructura.
Cuando al fin llegó, apoyó unos instantes su mano
llena de barro en la puerta de la casa, respirando agitadamente. Se sentía
extraño, como si su cuerpo y su alma empezaran a separarse el uno del otro y
sólo se mantuvieran unidos por una voluntad que ni él sabía de dónde salía.
Supervivencia, quizás.
O quizás fuera...
No, no quería pensar en ello. No ahora.
Alzó la vista, con una cansada sonrisa en los
labios que no llegaba hasta los agotados ojos que demasiadas cosas habían visto
en sus jóvenes años de vida. Pero la breve alegría de su rostro se quedó
congelada al ver que justo al lado de donde tenía su mano apoyada había un
papel, donde unas letras bien marcadas a rojo y negro ponían “SE BUSCA, PASKU
SHADOWSONG HELLCASTER, por crímenes contra el reino y...”
Dejó de leer, sintiendo como todo el cansancio le
caía encima como una losa. Su rostro dibujado le devolvía la mirada como un eco
de tiempos pasados.
No se había mirado en un espejo desde hacía
bastante, pero sabía que daba igual que su aspecto actual fuera quince veces
más desaliñado, ni que su barba hubiera crecido, ni que el barro cubriera la
mayor parte de sus facciones.
Le reconocerían en cuanto pusiera un pie dentro de
la casa.
Durante unos instantes, se planteó si esa opción
resultaba la más aceptable. Pero sus pies, sin que él recordase haberles dado
la orden mental, se alejaron medio arrastrándose de aquella casa que había sido
símbolo de esperanza, comida y cama.
Las horas que prosiguieron para él siempre
quedarían en su memoria como una maraña de imágenes monótonas del paisaje del
pantano que se sucedían sin que él fuera realmente consciente. Perdido ya el
objetivo, iba hacía el horizonte sin saber bien hasta cuándo su cuerpo
resistiría, aunque por ahora se había mostrado más fuerte de lo que en un
primer momento hubiera pensado.
Dejó que su mente vagara entre sus recuerdos por
tal de distraerse del dolor que empezaba a ralentizar su marcha cada vez más.
Recordó los últimos días que pasó en Rhivarian,
como la tensión se había ido apoderando de sus compañeros. Él, quien
curiosamente solían decir que estaba un poco loco, era el que más sereno se
mantuvo en aquella situación paranoica de sentir como el cerco se iba cerrando
a su alrededor.
Entre Siete y Dhaos había empezado a surgir
tensiones y malestar, pero Pasku no podía hacer otra cosa que mostrarse
comprensivo. El destino de los rebeldes descansaba en los hombros de los dos
amigos y raro sería si no hubieran discutido en esos momentos de frustración.
Le resultaba muy triste pensar que los últimos días
de Rhivarian habían sido muy poco gloriosos.
Alguien les había dado el soplo de que la guardia
caería sobre ellos y que no tendrían mucho tiempo para esconderse. Desde aquel
chivatazo se habían ido moviendo tan rápido como habían podido, amén de hacer
uso de un estudiado sigilo, pero parecía como si el capitán de la guardia
supiera dónde iban a estar.
Lo cual no hizo más que acrecentar las tensiones
dentro del grupo. Se empezó a oír la palabra “traidor” susurrada entre los
hombres y las miradas de desconfianza de los unos a los otros crecieron como el
musgo y las algas en aquel pantano lúgubre.
A Pasku le seguía pareciendo muy irónico el haberse
salvado porque la noche del ataque discutió con Siete por una tontería y se
fuera a dar un paseo. Al volver, escondido entre los árboles pudo ver como la
guardia del regente capturaba a la mayor parte de sus amigos y les daba muerte
allí mismo.
Al no ver a ninguno de sus capitanes entre los
ajusticiados, supuso que habían huido e intentó seguirles el rastro, pero los
soldados fueron más rápidos en darles caza.
No se sentía culpable por haber discutido con
Siete, pues sabía que su antiguo capitán lo había recordado como un amigo en
sus últimos instantes.
Lo que se sentía era impotente, inútil, incapaz de
hacer nada porque simplemente, no había nada que pudiera hacer. Era como
sentarse en una silla en el lecho de muerte de un amigo y limitarse a esperar,
con una paciencia agotada e intentando mostrar una fortaleza que no tenía para
que el agonizante no sufriera más de lo que ya hacía.
Los pies empezaron a andar por un terreno más
sólido y Pasku regresó de su estupor para darse cuenta de que había abandonado
el pantano y estaba entrando en un bosque. Hacía días que estaba desorientado,
por lo que no tenía ni idea de qué bosque exactamente era aquel, pero a
aquellas alturas, tampoco le importaba demasiado.
Era ya noche cerrada y tenía que ir moviéndose con
cuidado, vigilando que sus agotados pasos no chocaran contra alguna raíz y
cayera al suelo para no volverse a levantar.
La fina línea de voluntad que unía su alma con su
cuerpo empezaba a deshilacharse.
Cerró los ojos sin dejar de moverse y dejó que los
sonidos del bosque le dieran un descanso mental, ya que no podía gozar del
físico. Oyó el sonido del viento, mucho menos tétrico que en el pantano,
moviendo las hojas en las copas de los árboles. Un búho lanzó su característico
grito antes de abalanzarse sobre un pequeño roedor en un batir de alas, el cual
gimió un poco antes de morir. Algunos insectos empezaron a lanzar sus cantos al
aire nocturno, buscando aparearse y seguir con sus cortas vidas artrópodas,
ajenos a las desgracias humanas.
-
Te digo que si echas tanta grasa al estofado va a quedar pastoso y
repugnante –dijo una voz
-
¿Qué vas a saber tú de cocina, Bardo?- respondió otra, molesta- Lo que va a
quedar es meloso. Me-lo-so.
-
Víctor, no me seas tozudo –respondió Bardo- He pasado media vida cocinando
en la intemperie y durmiendo bajo las estrellas, ¡y cuando te digo que va
quedar pastoso, es que va a quedar pastoso!
Pasku pensó simplemente que había muerto o que se
había vuelto loco. Cualquiera de las dos opciones le parecía mucho mejor que el
seguir dando vueltas por el mundo sin para a la espera de que su cuerpo se
rindiera. En cualquier caso, ya fuera esa alucinación producto de una mente
enferma o del inframundo, era increíblemente vívida, pues le llegaba hasta su
nariz un delicioso aroma a comida haciéndose a fuego lento, y sus oídos se
llenaron del agradable sonido del fuego crepitando con fuerza.
-
¿Qué ocurre? –intervino una tercera voz, poniendo paz entre las dos
primeras
“No puede ser”, pensó Pasku, “...él es...”
-
¡Hawk!- dijo Víctor- Pues verás, este de aquí ha venido a incordiarme
mientras yo...
Pasku no prestó atención al resto de la
conversación. Sólo fue más o menos consciente de que llegó a un claro donde
había varias personas en las que no reparó, pues su mirada estaba fija en las
tres figuras que había en el centro.
Estas se giraron. Por unos segundos, Hawk y Pasku
se miraron fijamente, como si de manera telepática se estuvieran preguntando el
uno al otro si aquello que estaban viendo era cierto o un producto de su
imaginación.
Y en ese momento, el cuerpo de Pasku decidió
rendirse.
Se desmayó, cayendo de rodillas en el claro, pero
antes de que la oscuridad le concediera el sueño dulce y profundo que sólo
puede dar el agotamiento, notó como unas manos impedían que chocara contra el
suelo.
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