El reo fue llevado por las calles hasta la plaza principal de la ciudad,
donde la multitud se había hacinado dejando sólo un pasillo estrecho por el que
pasaron los guardias hasta el cadalso. Como un fantasma, el hombre que hasta
hacía un par de meses había sido el rebelde más conocido del reino, dejó que le
rodearan el cuello con una áspera cuerda. Hubiese deseado tener fuerzas para
morir con dignidad y mirar a los ojos a su verdugo, pero no tenía alma siquiera
para sentirse desesperado.
Estaba demasiado agotado como para resistirse. No sabía cuánto tiempo había
pasado desde que fue capturado a traición, pero para él habían sido siglos.
Siglos de tortura, de hambruna, de desesperación y desconcierto.
Y todo eso había culminado cuando el capitán de la guardia le había hecho
una visita en su celda y había echado a sus pies la cabeza de su segundo y
mejor amigo, Dhaos.
Ya no le quedaba esperanza.
El juez empezó a leer los crímenes de los que se les acusaba a la multitud
expectante, pero todos sabían que la mayor parte de esa lista había sido
exagerada para justificar una ejecución sin juicio. El prisionero alzó la vista y por última vez
una sonrisa leve se le esbozó en sus labios cuando escuchó parte de sus fechorías,
pues se acordó de la esperanza que habían sentido, él y sus hombres, en
aquellos tiempos.
No hacía frío, pero pasaba de vez en cuando ráfagas de viento que erizaban
la piel de todos los presentes en aquella ejecución. Los únicos que no notaban
la mordedura del céfiro eran los cuatro nobles que observaban la escena desde
el balcón del Palacio de la Justicia, el edificio que gobernaba la plaza.
Los cuatro pares de ojos no apartaban la mirada de la escena que se
desarrollaba, pero cada mirada tenía una expresión distinta.
El primero era un hombre de treinta años, el capitán de la guardia y
principal interesado en ver al rebelde muerto. Lo había perseguido durante los
dos años que había estado atentando contra los intereses de la corona y gracias
a su captura le habían dado el título nobiliario que ahora ostentaba. La
satisfacción que sentía rezumaba por todos sus poros.
La segunda era una noble bien vestida, pero sin demasiada ostentación. Su
rostro no mostraba expresión alguna y se mantenía muy quieta con la mano
apoyada en la barandilla de piedra. Era
una figura muy poderosa en el reino, principalmente porque tenía la confianza
del anciano rey, aunque su posición peligraba con cada día que pasaba debido a
la enfermedad que consumía al viejo señor.
El tercero era un hombre entrado en años pero de aspecto más que saludable
para lo que era su edad. Era el jefe de consejeros del reino, habiendo mostrado
lealtad durante el largo reinado del antiguo rey y el regente actual. Su cara
mostraba una neutralidad tranquila, pero alguien diestro en el arte de la
empatía podía percibir la tristeza que quedaba marcada en sus arrugas.
El último era el actual regente, el hijo del rey enfermo. Sólo hacía falta
echarle una mirada rápida para saber que estaba tan exultante como el capitán
de su guardia. Era el que más ostentosamente vestía de los cuatro y aparentaba
tener unos treinta años. Sonriente y satisfecho, hizo un gesto al verdugo para
que empezara la ejecución.
El tambor empezó a sonar y le pusieron un saco en la cabeza al reo,
sabiendo que el rostro final sería un espectáculo difícil de soportar para la
mayor parte del público. Le habían puesto el nudo de la cuerda en el lado
izquierdo de la nuca por orden del regente, para que al caer no se rompiera el
cuello y la muerte fuera lenta.
El prisionero lo notó, pero no hizo gesto alguno de queja o miedo. Se había
sentido muerto desde el día en que supo que su rebelión había fracasado.
El verdugo movió la palanca y Siete de Rhivarian cayó hasta que la cuerda
se tensó con un crujido seco. Su cuerpo maniatado empezó a convulsionarse en
busca de aire durante largos minutos, pero poco a poco las fuerzas fueron
abandonándole hasta que el último suspiro escapó de sus labios.
De la multitud salieron varios murmullos, desde grititos de terror, a
expresiones de sorpresa, pasando por suspiros de morboso interés. Sólo una
figura encapuchada se mantuvo silenciosa, con los puños apretados.
Mantenía los labios firmemente sellados porque sabía que si abría la boca
lanzaría su promesa de venganza a voz de grito, y necesitaba mantener el
anonimato.
Pero no permitiría que las cosas se quedaran así.
Este no era el fin, era el principio de…de otra cosa.
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